Mi road trip en Yucatán (IV): Cobá
Cuarta entrega de la serie "Mi road trip de dos semanas en Yucatán".
Al terminar nuestra visita a las ruinas de Tulum, esas en las que casi nos da un síncope por exceso de sol y calor, pasamos por el súper a comprar agua y algo de picoteo y pusimos rumbo a Cobá. Probablemente nunca hayáis oído hablar de este sitio, pero está en el top 3 de las cosas que hice en el viaje y guardo un muy buen recuerdo. Es una zona arqueológica a medio camino entre Tulum y Valladolid, ni de lejos tan famosa como Chichenitzá, pero a mí me dejó fascinada. Aquí volví a encontrar ese halo de misterio del que ya os hablé en el cenote Dos Ojos.
Spoiler: esto llega al final de la entrada |
Llegamos sobre las 14 h y aparcamos el coche bajo un cielo encapotado. Se anunciaban lluvias, así que metimos el poncho en la mochila y entramos al recinto. En mi guía había leído que era muy grande, tanto que podías alquilar una bici en la entrada para desplazarte entre los edificios (¡a veces estaban a una distancia de dos kilómetros entre si!). Al principio no estábamos seguros, pero teníamos unas tres horas antes del cierre y no nos podíamos permitir perder media hora de marcha para desplazarnos cada vez, así que alquilamos bicis. Fue una decisión acertada porque el terreno es bastante llano y efectivamente se ahorra tiempo, a pesar de que las bicis estaban oxidadísimas, no tenían marchas, los frenos apenas funcionaban y de los sillines ya ni hablamos. Aun así, pedalear por los caminos de tierra de la antigua ciudad pasando entre árboles enormes y preciosos y encontrándote edificios camuflados entre la vegetación es indescriptible.
Como os he dicho, se anunciaban lluvias, y fue visitando el juego de pelota cuando empezó a caer la del pulpo. A nosotros hasta nos vino bien: la horda de turistas que había en ese momento fue a refugiarse a sus bicitaxis y nosotros pudimos pasearnos tranquilamente con nuestros ponchos sin obstáculo ninguno. Coger la bici después para ir al siguiente edificio no fue tan cómodo, ya os adelanto que montar en bici con el poncho puesto no es fácil, y si a eso añadimos unas gafas cubiertas de gotas de agua... Pero conseguimos llegar a la estrella de la ciudad: la gran pirámide, a la que, a diferencia de la de Chichenitzá y de muchas otras de la península, aún se puede escalar.
Gracias lluvia por librarnos de las hordas de turistas en el juego de pelota |
¿Creíais que al llegar habría dejado de llover, o llovería menos? Pues no. Allí seguía lloviendo a cántaros. No sé cómo os imaginaréis los escalones de la pirámide, pero no eran ni llanos, ni bajos ni regulares, y con aquel tormentón no estábamos muy por la labor de subir. Nos quedamos un rato abajo viendo cómo una procesión de turistas subía (fascinantes las pavas que van en sandalias y vestidos de noche a estos sitios) y esperando a que amainara un poco, pero viendo que no lo hacía y que no nos quedaba mucho tiempo, al final decidmos subir a riesgo de morir. Se me ocurrían muchas formas de estirar la pata en aquel sitio: enredándome con el poncho, resbalando por el agua, tropezando o pisando mal un escalón, siendo arrollada por otro turista cayendo... Pero si una inconsciente podía subir en falda y sandalias, pues yo también. Así que allá fuimos.
Me sentí la prima de Indiana Jones, allí escalando una pirámide maya en ruinas en medio de la selva y bajo el aguacero. Miraba con mil ojos dónde pisaba e iba bien agarrada a la cuerda que bajaba justo por en medio de los escalones (me río yo de las medidas de seguridad en Europa). Tras unos minutos que parecieron horas y evitando mirar muy a menudo detrás de mí para no darme cuenta de lo alto que estaba aquello, llegué a la cima. Para entonces ya apenas llovía, pero todo estaba encharcado. El paisaje era increíble; la pirámide era mucho más alta que los árboles y se veía toda la selva. De hecho, solo se veía verde hasta donde alcanzaba la vista. Y ahí estaba: otra vez esa sensación agridulce que tuve en Dos Ojos, esa mezcla de sentirse maravillada por la belleza del entorno y a la vez sobrecogida por la naturaleza, que parecía que fuera a tragarte en cualquier momento.
Un señor del parque subió para decirnos que iban a cerrar y que había que ir bajando. Quiero precisar que el señor subía y bajaba los escalones como Pedro por su casa, mientras yo a su lado parecía un mono después de un ictus, agarrándome con las uñas si hacía falta como si me fuera la vida en ello (que, de hecho, me iba). Como ya no llovía, me quité el poncho y me lo colgué cutremente del asa de la mochila antes de empezar el descenso. Me quedé bajando la ultimísima, intentando no morir mientras a la vez me apartaba el poncho cada dos por tres, hasta que este señor me dijo: "Anda, dámelo". Sí, la escena era un cuadro: yo bajando la última a dos por hora de espaldas y el señor este bajando a mi lado como si nada y llevándome el poncho. Al final llegué sana y salva a la base y emprendimos la vuelta a la entrada.
Como os decía, literalmente la última |
Nunca se me olvidarán las aventuras de ese día y la impresión que me causaron la selva y las vistas desde la pirámide. La civilización maya me despertaba cada vez más interés; no entendía cómo esa gente, hace tantos siglos, era capaz de hacer las maravillas que aún podemos ver hoy en día.
Nos vemos en la siguiente entrega para más aventuras :) Próximo destino: Valladolid y la reina de las ciudades maya, Chichenitzá.
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