El sistema laboral obsoleto

En una jornada mía de trabajo habitual, me levanto a desgana a las ocho y pico con muchísimo esfuerzo, lo hago todo corriendo y llego al trabajo tras media hora de autobús. A mediodía, paro 45 minutos a comer porque a eso me obliga la empresa. A las cuatro, mi cerebro y mis ojos dicen «hasta aquí hemos llegao» y mi ritmo de trabajo disminuye drásticamente. Las dos últimas horas hasta que llegan las seis se me hacen eternas y además son muy poco productivas. Tras eso, otra media hora de autobús hasta llegar a mi casa. El balance es negativo: 1 hora perdida en transporte, 2 horas perdidas en improductividad, eventual dolor de cabeza y sequedad en los ojos y muy poco tiempo restante para hacer otras cosas que no sean trabajar.


Teniendo en cuenta que me acuesto a las doce y que llego a casa a las 18:30, me quedan cinco horas y media en el día. ¿Dónde están las famosas ocho horas para uno mismo? El trato era ocho horas para dormir, ocho horas para trabajar y ocho horas para mí, ¿no?  Pero me quedan cinco y media, y una parte es para cocinar, ducharme, comer, hacer la compra, limpiar la casa, trámites varios... Y no quiero ni pensar en la gente con hijos. Al final nos queda muy poco tiempo en el que podamos hacer cosas que elegimos hacer.

Estamos en la era de la informática y las telecomunicaciones, con Internet como máximo exponente. Ha llegado el siglo XXI, el futuro que salía en las películas del siglo pasado y, sin embargo, seguimos trabajando las mismas horas que el siglo pasado. ¿Cómo es posible? Si hay nuevas condiciones, tendríamos que adaptarnos a ellas: «En el siglo XIX, los sindicatos hicieron campaña por una jornada de ocho horas. En el siglo XX, ganamos el derecho a un fin de semana de dos días y a las vacaciones pagadas. En el siglo XXI debemos ser ambiciosos nuevamente. En este siglo podemos conseguir una semana laboral de cuatro días, con un salario decente para todos. Es hora de compartir la riqueza de la nueva tecnología y no permitir que los que están arriba se lo apropien todo». El discurso está extraído de este artículo de El Mundo.


Este sistema de las ocho horas diarias tenía sentido cuando la gran mayoría de empleos requerían de la presencia física del empleado en fábricas, talleres, etc. porque el trabajo era manual. Ahora muchísima gente trabaja en una oficina con un ordenador e Internet. Si hay que enviar un e-mail o redactar un informe, lo que le interesa al jefe es que la tarea se haga. Dónde se haga pierde importancia, y a veces incluso cuánto se tarde o a qué hora se haga. Lo que importa no es el tiempo que pasemos calentando la silla (también conocido como presentismo), sino el resultado.

En ciertos tipos de trabajo, como el mío, estar obligado a trabajar en un horario restringido, durante ocho horas y en un puesto fijo ha pasado de ser casi inevitable a un sinsentido. Las tareas ahora se hacen más rápido, por lo que parece lógico trabajar menos tiempo, y no todo el mundo tiene el mismo ritmo biológico ni rinde más en los mismos periodos, así que un horario más flexible podría ser beneficioso. Además, si trabajamos menos horas o en momentos que no coinciden con el horario de apertura de los comercios, habrá más posibilidades de consumir. Y no solo eso, el hecho de trabajar en casa o en un lugar próximo (como un espacio de co-working) reduciría los desplazamientos, lo que reduciría a su vez la contaminación y la cantidad de tiempo perdido.


La salud, en mi opinión, también mejoraría notablemente si cambiáramos la rutina de trabajo actual. Ocho horas prácticamente sin movernos, con los ojos recibiendo luz continua de una pantalla, tienen consecuencias para la vista, la espalda, el cuello, la cabeza, la circulación y vete a saber qué más. Hacer deporte se convierte en algo obligatorio si queremos conservar mínimamente la salud, y no resulta nada fácil de encajar en las cinco horas «libres» que nos quedan al día. Tener más tiempo para nosotros también influiría muy positivamente en la alimentación, ya que sería más fácil cocinar y evitar comidas rápidas y menos sanas.

Pero el problema no lo causan solo las empresas, es también culpa de los empleados y del prestigio social que tiene dar prioridad al trabajo: quedarse a hacer horas extras, salir el último, estar disponible a todas horas... No hay que olvidar que el trabajo es una venta de nuestro tiempo y que nunca vamos a poder recuperarlo. El trabajo debería ser un mal necesario (que si nos gusta, mejor, pero un mal al fin y al cabo) para poder disfrutar del resto del tiempo.

Nos hemos tragado completamente el cuento del éxito. Desde que somos adolescentes nos bombardean con fotos de ejecutivos orgullosos con maletín y gafas y con la idea de que el éxito profesional es el éxito vital, el eje en torno al cual gira todo lo demás. Trabajar es guay, y si tienes un cargo en inglés que nadie entiende, el prestigio será aún mayor. En la sociedad está arraigada la idea de que primero el trabajo y, después, lo demás. Que primero producir y, después, lo demás. Pero hay muchas otras cosas que importan de verdad: nuestra salud física y mental, la necesidad de adaptarse a la realidad y los recursos actuales, la búsqueda del crecimiento personal, las ganas de conservar a la familia y a las amistades... En ese tiempo que no perdemos en calentar la silla en el trabajo o en los desplazamientos, podemos hacer deporte, participar en una asociación, aprender un idioma, quedar con los amigos o ir de compras. En definitiva, podemos vivir.

Ojalá las tornas cambien pronto. Tengamos fe. Y para los que crean que una jornada reducida o una semana de cuatro días es una locura y nunca va a funcionar, acordaos de que el fin de semana también lo fue en su día. Y mirad ahora.

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